Probablemente no hubo una oportunidad más grande para la paz en Colombia que el primer lustro de los años ochenta, con un Gobierno (el de Belisario Betancur) dispuesto a hacer un acuerdo basado en reformas democráticas y sociales. Tampoco existe un momento más estruendoso de fracaso que los años que siguieron a la toma del Palacio de Justicia.
Los factores que frustraron la paz temprana y preventiva que buscaba el presidente Betancur se les deben a varios protagonistas. Por un lado, los militares se habían empoderado y disputaron el campo de la tregua como un terreno propio del orden público, como si el presidente les hubiese usurpado su lugar. En segundo lugar, las élites dejaron solo a Belisario Betancur en su propuesta de paz con reformas, dispuestos únicamente a la rendición o el desarme de las guerrillas. Tercero, las insurgencias creyeron que tenían la revolución a la mano y que solo sería darles un aliento insurreccional a las masas. Cuarto, el factor determinante: la irrupción del narcotráfico como actor político y económico, que ingresa a la guerra contrainsurgente como el fiel de la balanza en la correlación de fuerzas y la adhesión de Colombia a la guerra contra las drogas. Este último factor bloqueó las primeras negociaciones y propuestas de sometimiento a la justicia emprendidas por el Gobierno con los narcotraficantes. Y quinto, el inicio del genocidio de la UP, que evidenció los obstáculos para la ampliación del espacio democrático.