La tierra en Colombia ha sido un factor de acumulación de poder político y económico. El gran fracaso de las agendas liberales ha sido ponerle fin al latifundio improductivo y redistribuir la tierra. Para no tocar los intereses de los grandes propietarios, el Estado terminó empujando la colonización y ampliando la frontera agrícola hacia territorios marginales donde nunca logró un despliegue institucional y democrático. En esos territorios se construyeron órdenes sociales regulados por grupos armados, especialmente las guerrillas.
En los años sesenta se intentó la reforma agraria en los gobiernos liberales, con resultados parciales. La Constitución de 1991 abrió el espacio para que los indígenas y afros recuperaran sus derechos a la tierra y la ley 160 de 1994 abrió la posibilidad de las zonas de reserva campesina. Pero los territorios étnicos fueron invadidos por la guerra y las economías ilícitas. El pacto agrario más ambicioso fue el suscrito en La Habana entre el Estado y las FARC-EP, pero los asuntos gruesos del Acuerdo no han sido implementados.
Cada nueva ola de violencia ha significado una mayor concentración de la tierra en pocas manos. Desde el principio de la guerra se sabía que los cambios profundos del agro eran una parte importante en la solución del conflicto. Lo primero que hizo Manuel Marulanda, Tirofijo, cuando tomó por segunda vez el camino de las armas, fue proclamar un programa agrario.
A pesar de lo anterior, la resistencia a las transformaciones del campo es más dura y feroz que la negativa a las reformas políticas. Incluso ha resultado más difícil indagar por los despojos de tierras que por las masacres, asesinatos, secuestros y demás delitos asociados al conflicto armado. La anécdota es aterradora, cuando se les preguntaba a los líderes paramilitares por los muertos, se mostraban dispuestos a confesar y a dar detalles, no así cuando se indagaba por las tierras y las propiedades que habían sido botines de guerra.
Las transformaciones agrarias en una etapa de transición tienen múltiples impactos en la consolidación de la paz. En primer lugar, contribuyen a sacar del conflicto al principal actor social de la guerra: el campesinado, aportan de manera especial a la sustitución de los cultivos de uso ilícito, apuntan a frenar la crisis alimentaria y a generar nuevos sectores productivos que serán claves para dar un salto en el desarrollo del país. Segundo, el problema de la tierra se asocia directamente con el territorio. Los lugares donde persiste la violencia son municipios categoría seis, con una precaria institucionalidad estatal, sin recursos fiscales propios, sin vías de acceso, sin capacidad administrativa, de ahí surge la expresión: «En Colombia hay más territorio que Estado». Pero, eso sí, son territorios con condiciones óptimas para la explotación de rentas ilegales: cultivos de coca y marihuana, minerías diversas, contrabando, trata de personas, o de otras rentas legales propicias para activar graves disputas como la ganadería extensiva o los enclaves de productos de exportación.
Sin la inclusión de esos territorios es inviable la paz. Un avance sustantivo son los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) y las dieciséis curules por la paz consagrados en el Acuerdo de Paz de 2016. Sin embargo, hay que hacer más. La brecha entre las regiones integradas y las marginadas es abismal.